El sionismo nació como reacción al antisemitismo europeo del siglo XIX, y desde entonces se ha esforzado por impulsar una visión del mundo en el que toda tierra salvo la Prometida es insegura para los judíos. Mediante una propaganda incesante y, cuando hiciera falta, mediante alguna provocación que avivara las tensiones y acelerara el flujo, recuerda el historiador marroquí judío Simón Levy.
Erradicarlos como comunidades, no como individuos: fueron trasladados a Israel, a veces mediante espectaculares operaciones de “salvamiento” y puentes aéreos, pero casi siempre con una labor de zapa paciente y bien financiada.
Los propagandistas de la causa
prometieron a los judíos de todas partes -a menudo campesinos pobres o
artesanos arruinados por la competencia de las fábricas europeas- el oro y el
moro. Hasta tenerlos embarcados. Una vez en Israel los metieron en campos de
acogida masificados donde vivieron mucho peor que en sus países de origen,
forzados a olvidarse incluso de sus idiomas, despreciados por la clase
superior: la asquenazí.
El desprecio lo resume una frase
atribuida a la primera ministra de la época, Golda Meir: “Pero si estos no son
siquiera auténticos judíos. Un auténtico judío habla yídish”. No, los
asquenazíes no quisieron construir su Estado con ellos, aunque sirvieron como
mano de obra barata y baluarte demográfico. Traerlos a Israel no era
fundamental para el desarrollo del Estado pero sí para su dogma.
A las generaciones de marroquíes
y yemeníes dispersados por los arrabales más tristes de Israel era fácil
adoctrinarlos en una nueva fe, el severo judaísmo asquenazí de los rabinos de
Lituania, a años luz de las relajadas costumbres y las alegres romerías que
traían los recién llegados. La narrativa sionista se ha incluso adueñado del
propio proceso, cuando describe este éxodo judío como una “expulsión” causada
por los árabes, en revancha por la de los palestinos a manos de las milicias
israelíes en 1948. Esto no es siquiera ficción. Es simplemente mentira.
Marruecos -y no hablamos de un
caso marginal: en 1945 albergaba a 280.000 judíos, más que ningún otro país
musulmán, y es origen de la mitad de la población mizrají de Israel- no es que
no expulsara a sus ciudadanos judíos: les prohibió emigrar. Hizo falta mucha
presión internacional para convencer al rey marroquí de que levantara el veto.
Una niña de la comunidad hebrea
africana
durante la celebración de la
fiesta de Shavuot, en Dimona, Israel
(Reuters).
Con Israel actuando como sifón,
en menos de cincuenta años desaparecieron las ricas comunidades milenarias
judías en toda África del Norte y de Asia Central hasta India. Se ha extinguido
su música, sus leyendas, su poesía y literatura, su ciencia, su arte y su
artesanía, su teología y sus ritos, con apenas restos sobreviviendo en Israel,
como adorable folklore. Pero sobre todo se ha extinguido su conciencia
histórica. Se habrá erradicado todo colectivo que no haya pasado por el
molinillo del holocausto.
Quedan muy pocos. Tres mil en
Marruecos. Once mil en Irán. Hasta hace pocos años, algunas decenas o
centenares en todos los países llamados árabes. Las guerras desencadenadas
desde 2011 están acabando definitivamente con ellos. Y unos milenios de
presencia y cultura judía en África del Norte y Asia habrán tocado a su fin.
Para siempre.
Ésta es la meta de Netanyahu, de
todos sus antecesores, y de todos sus competidores en el Parlamento, empeñados
en que Israel y judío sean por fin lo que nunca fueron: sinónimos. Para que
Israel sea portavoz único de una fe que en tiempos fue una de las tres grandes
religiones monoteístas del Mediterráneo. Ya no. Ahora, Israel se ha quedado con
la patente y la explotará en exclusiva.
El pueblo elegido nunca existió,
hasta que los sionistas lo forjaron. Ahora dispone de religión oficial, idioma,
territorio y ejército. El mesías no podría haberlo hecho mejor.
Lástima que para ello hubo que
acabar con los judíos.
Autor: Ilya Topper